Leo. El primero, Libertad de Marái. Qué frescura en la atmósfera sin aire. Maduras letras que recuerdan un tiempo anestesiado en el que la inquina apostaba sus tenderetes de cotidianidad y descaro en las plazuelas de las ciudades sucias. De nuevo la guerra mundial, abonada como protagonista esencial en las jornadas televisivas de la dos, ingrediente ardientemente sazonada en infinitud de novelas contemporáneas, pero no por ello menos necesaria. Libertad es el testimonio de un hombre incrédulo, más tarde demasiado crédulo, ante la barbarie que se adentraba en el hígado de su tierra. Libertad es la crónica de la deshonra, de los sótanos en los que se recluían los ciudadanos espantados por la guerra, de la convivencia forzada entre gentiles, judíos, apóstatas, ahorcados por el sistema, selectas almas corrompidas, mentes abotargadas, y más, mucho más, para emborracharnos de la miseria y la corrupción de los mínimos principios. Una joya: la cabeza levantada de la heroica hija del que nunca se corrompió, en las páginas finales, bien merece una lectura.
Leo. Némesis, de Roth. Disfruto de ella menos, no sé si tal vez por un estilo que que coarta. Hablan los personajes y se me parecen a ratos como marionetas, víctimas de un traducción que pudo ser mejor pensada o quizás de un autor que le deparó tamaño destino. En Némesis la polio empieza por asolar Newark, de manera contumaz (como nuestras sequías de inmemorial recuerdo), y al cabo las asoladas son las almas temerosas de los mortales que pueblan la región, incluido el profesor-director, joven en madurez necesaria, que se resiente ante principios resquebrajados. La segunda guerra mundial sigue, por cierto, de fondo.
En las noches de solaz, después de un caña en buena compañía, busco el colofón de una gran pantalla. Esta semana he visto de nuevo La fuerza del cariño (fui capaz de soportar, por enésima vez, las muecas de Jack Nicholson: era secundario y eso le salva). Un culebrón bien montado para una hora y media agradable. Hasta otra.