Quevedo

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PULSA SOBRE LA IMAGEN (GLOG)

martes, 29 de marzo de 2011

Atención: el genio creador.

Alguna vez he experimentado la corrosiva envidia de no haber sido capaz de componer una línea (¡tan solo una línea!) similar a la de cualquier gran texto literario. Surgía tan funesto sentimiento del poso digestivo tras una lectura provechosa. Rumiando mi amargura inevitable ante la mediocridad de lo que se es, asumiendo también las limitaciones propias que el señor nos ha dado, tuve la ocurrencia de pensar en eso que llaman algunos genio creador y que supuestamente se oculta sobre la maestría de una obra. Dicen que es una pulsión íntima, un impulso irrefrenable, una actitud neófita que brota de modo incontenido, aunque también los hay que aducen que debe ser educado con constancia y esmero, dedicación y pronta superación que pueden culminar en algo bueno (no entro a discutirlo, aunque los contraargumentos puedan ser más que evidentes). El caso es que ese halo etérero e inefable del que todos hablan y del que vagamente se teoriza bendice a unos pocos elegidos, que precisamente muestran su genialidad con conductas evasivas, apasionadas y en demasiadas ocasiones histriónicas, un poco atufadas por el empeño de demostrar que son diferentes y, por qué no, superiores. Me recreo con las andanzas de un neurasténico Juan Ramón, o de un Proust aislado en su cuarto para idear una sola y magna obra. Seres únicos que forjan su individualidad construyendo una otredad imperecedera: su Texto. Seres dotados para algo grande (pena de los demás mortales). Y hete aquí que entre tanto prurito de erudición hace poco me he recreado en las infamias, juegos triviales y perversidades de los genios; deleite como es la lectura de la poesía erótica de los neoclásicos, tan racionalistas ellos. Deleite mayor la lectura de El erotómano de Ian Gibson, cuadro impagable de las andanzas de un buen burgués victoriano coleccionista de obra de contenido erótico; un Henry Spencer Ashbee por el que reclamo un reconocimiento público como mecenas impagable de una literatura subterránea. Tras una lectura tan reconfortante, vuelvo a la idea del genio con la amargura del convencimiento de que la sociedad, presta a lastrarnos, ha ocultado fabulosos juegos del espirítu. Juegos que, por tratar de lo oscuro o lo vergonzoso, se han visto soterrados durante siglos, relegados a un circuito secundario. Señor Ashbee, sea usted o no el autor de Mi vida secreta, reciba mi agradecimiento por su labor de coleccionista y por ser estímulo para el libro de Gibson. Un divertimento impagable.